Voces de Chernóbil, de Svetlana Aleksiévich


Voces de Chernóbil es un recopilatorio de relatos de testimonios reales que vivieron el horror y las consecuencias de la catástrofe de Chernóbil.
Aunque la situación no es comparable, no puedo dejar de ver paralelismos en la actitud de la sociedad y de los gobiernos frente a situaciones límite, como fue la explosión del reactor de la central nuclear de Chernóbil o como ha sido la pandemia del Covid-19: la sociedad se muestra incrédula ante las situaciones desconocidas, esperando que sean los gobiernos quienes les digan qué hacer; gobiernos que, por otra parte, omiten información para no generar el caos entre la población.

En 1986, uno de los reactores de la central nuclear de Chernóbil explotó. Una nube tóxica se instaló sobre el cielo de Ucrania y Bielorusia, pero también llegó a la Europa más septentrional. El libro recoge los testimonios de los habitantes de la zona, de cómo vivieron el suceso y sus consecuencias a corto-medio plazo.
Cientos de aldeas fueron evacuadas durante los primeros días, bajo promesa de volver en cuanto antes. El ejército inundó las calles para enterrar la tierra radiactiva. Todos esperaban órdenes del gobierno, de sobre cómo actuar, sobre qué hacer. Puesto que el gobierno de Gorbachov anunciaba que todo estaba bajo control, la gente decidió ignorar el problema, no ocurría nada. Los militares que trabajaron como “liquidadores” del problema, pese a ver los dosímetros (medidores de radioactividad) disparados, optaron por desechar las mascarillas, los trajes especiales y hacer vida normal. Ellos eran héroes, se debían al honor de servir a la Unión Soviética. La radioactividad era invisible, por lo que no existía.
Los bielorusos eran un pueblo rural, preparados para la guerra, e incluso la guerra atómica, pero no para una catrástrofe nuclear. Nadie supo cómo actuar, qué protocolos seguir, cómo salvar al pueblo y a ellos mismos.
Las consecuencias llegaron más tarde. Miles de hombres que trabajaron sofocando el incendio de la central y liquidando la catástrofe fueron muriendo. Enfermedades letales, cánceres, malformaciones. Tampoco se salvaron los bebés que iban a nacer.
Más de 30 años después, poco se sabe de este suceso. Las pruebas fueron destruídas por el régimen soviético y la caída del imperio. Pero los ucranianos y los bielorusos siguen viviendo en ese territorio contaminado y sufriendo aún las consecuencias.

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